El macaron, ese mínimo bocado redondo, crocante en el exterior y tierno en su interior, a base de almendras picadas, y con diferentes rellenos, está de moda en el mundo. Su origen es Renacentista. Así es, en los últimos años renació de sus cenizas. Se macaronea casi todo.
En Paris llueve, como casi siempre. Estoy asomada a la ventana de mi departamento en el Boulevard Beaumarchais, casi enfrente está Dalloyau, una Maison de delicias dulces y, a la vuelta, también cerca de la Bastilla, la famosa Lenôtre, que volvió en recuperar su fama.
No soy dulcera pero el recuerdo de la textura, consistencia y sabor de los macarons probados la tarde anterior con un taza de té lograron que abandonara el spleen y la contemplación zen de la fina, aplastante garúa del tango existencial y bajara casi corriendo a aprovisionarme de los macarons de Dalloyau.
Es que estos pequeños bocados con look de alfajor minimalista y delicado tienen algo. Algo poético, algo adictivo. Me mandé cuatro macarons de pistacchio, verde esperanza con un café nespresso
Al día siguiente una amiga me llevó al llamado templo, meca, catedral de los macarons, absolutamente de moda: Pierre Herme, en Saint Germain, quartier adorado, cuando íbamos rumbo al marché del Boulevard Raspail.
La cola los domingos al mediodía de los paquetes del barrio que alguna vez fuera bohemio, para aprovisionarse de macarons exóticos, como los de aceite de oliva o los de azahar era solo comprable a la cola ante las casas de pastas frescas un mediodía de domingo porteño.
De los de Herme me emocionó el macaron de rosas, una especialidad. Pero ninguno superó al clásico de pistacchio de Dalloyau. Y tampoco debo decirlo, a los que elabora Santiago Marafucchi, quien fuera el genial pastelero del Four Seasons de Buenos Aires.
Inolvidables también aquellos macarons del Park Hyatt, elaborados con sabiduría y sensibilidad por la pastelera franco argelina Ilhane Guerrah que partió hacia otro destino Hyatt en el mundo. Hace unos pocos días, a principios de octubre del 2012 probé los del flamante Pâtissier del Palacio Duhau-ParkHyatt Buenos Aires, Gustavo Nari, diseñados con pulcritud, aunque para mi gusto demasiado dulces. Se sabe, los pasteleros que trabajan en Buenos Aires lo hace para consumidores fan del dulce de leche, híper empalago que tambien seduce a los extranjeros tanto como el tango, el fútbol o las minas.
En todo caso estos bocados aéreos tienen un antiguo origen veneciano, pero en muchas regiones francesas los ensalzan como especialidad. En Nancy, dónde tenían gran reputación en el siglo XVII, eran fabricados por las carmelitas descalzas, ellas si que tienen tiempo. Según el mandato de Teresa de Ávila, citado en el Larousse Gastronomique: las almendras son buenas para las chicas que no comen carne. En realidad los macarrones a base de almendras son buenos para todo el mundo, nenas o nenes, carnívoros o veggies. Especialmente si a las textura festiva de su masa se las acompaña con las estrellas del champagne. En Paris probé los macarons de rosa de Herme con una flute de Bollinger. Luxe total, supongo que irrepetible. O no. Por acá me gustan con el nuevo espumante rose de Pinot Noir del Bodega de Fin del Mundo.