Paul Valery, el famoso poeta de Languedoc, afirmó: “que se me prive de todo, a excepción del café, los cigarrillos y los higos”. Para Platón los higos eran alimento de atletas. Buenos para todo, desde la tos hasta el amor.
Durante milenios los higos desempeñaron un papel muy importante en la alimentación y en consecuencia en la economía.
Los símbolos relacionados con el higo proceden del árbol: abundancia e iniciación. Los consumían los antiguos sacerdotes egipcios, pero también los ermitaños del desierto.
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Los higos secos o tostados para su consumo formaron parte de las provisiones de todos los pueblos antiguos del mediterráneo. Los romanos y los galos meridionales, siguiendo el ejemplo de los griegos, cebaban con higos a las ocas, digamos que el foie gras es bien antiguo ya que alimentadas de esa forma los hígados llegaban a tener un tamaño enorme.
Muy empleado en lo banquetes de la Edad Media y el Renacimiento, venían en su mayor parte de la Provenza.
Con un buen jamón de Parma, en realidad estilo Parma, acabo de probar los primeros higos, las brevas, esos que irrumpen a principios de verano y son más grandes, pero menos seductores que los que aparecen en los inicios del otoño. Buenos también para acompañar con queso de cabra o queso azul.
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A los higos secos les aplico de tanto en tanto un tratamiento que conocí hace años en Argelia: una noche macerados en aceite de oliva extra virgen, para consumir al día siguiente en ayunas. Panacea total para las penas del cuerpo y del alma.
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