Nada para tirar

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Las tortillas son infinitas. Recurso raudo y económico cuando hay poco tiempo y poco vento (dinero). En una reciente excursión a un mercado orgánico del barrio porteño de Palermo Hollywood, una cooperativa nada glamorosa pero donde se consiguen productos notables, compré, entre otras cosas remolachas, acelgas y rabanitos.
Remolachas deliciosas, chicas, redonditas, del mismo tamaño, las pobres estaban perdidas, tapadas en una selva de hojas. Por supuesto la verdulera pesó todo, raíces y hojas.
A la hora de acomodarla, corté la hojarasca y estaba a punto de tirarla cuando un amigo me anuncia que el construiría una tortilla de hojas de remolacha. Con cebolla caramelizada, y eso sí, los huevos de campo que acabamos de comprar en el mercado. Salió genial, gorda, con las hojas entreveradas, verdes y moradas.
En el menú de los miércoles de Oviedo detecté que sirven buñuelos de hojas de remolacha con ricota. La masa de los buñuelos bien aérea, una nube. En Francia le añaden cervezas a la "pâte- a frire", según una fórmula tradicional. Así las hice con lo que me quedaban de las hojas y la acompañe con una salsa aioli, esa salsita catalana con el ajo -hervido en leche como- protagonista- más briosa que ricota.
Había apartado lagunas de estas hojas para recrear una antigua receta nórdica: hamburguesas, con remolacha rallada y hojas de remolacha. Buenísimas con salsita de mostaza medio dulzona, como le gusta a los nórdicos. Y una cerveza roja.
Con las hojas de rabanito, otra tortilla: otro sabor, más picante, más raro, más todo. No se me ocurre que otra cosa se puede hacer con esas hojas de estas crocanteces, los rabanitos frescos, de estación, bien chiquitos que cada día me gustan más, perfectas a la hora del hambre, para picotear con sal gruesa.
A las remolacha en cuestión las hice encurtidas, a la manera sueca: hervidas y cortadas en rodajas, aderezadas con vinagre, azúcar, clavo laurel y, a falta de dill (eneldo), hojas de hinojo. Esas hojas quedan bien entreveradas en una ensalada verde o condimentando un pescado.
Las pencas de acelga es cosa sabida y antigua. Son maravillosas. Las de la infancia eran gratinadas horno, cocidas previamente, con manteca, crema y gruyère. Más tarde, en épocas de vacas flacas, las devoré fritas, panadas con pan rallado y, en invierno, con la salsa de la Bagna Cauda.
Hay algo para hacer con los tallos de brócoli: hervidos, pueden freírse al estilo tempura. O utilizarlos para añadir a la salsa de brócoli, ajo y anchoas para las pastas.
¿Qué más? La parte verde de la cebolla de verdeo para lo que venga, desde dips de ricotta, hasta empanadas sutiles. Omelette con esas verdes que también estaban destinados a la nada, son perfectas. Jugar a que es la más difícil y más cara ciboulette o cebollín. Nada se pierde, todo se transforma.
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