Desde el comienzo de los tiempos los hombres han apreciado la miel como alimento natural y milagroso.
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La miel de España parecería ser la más antigua del mundo. Lo testimonia una pintura rupestre hallada en la cueva La Araña, cerca de Valencia, donde un artista hace 12.000 años reprodujo el acto de extraer la miel de un hueco. En África del Sur y en Rodesia se encontraron escenas similares.
La miel fue considerada desde hace siglos y en diversas culturas como un lujo que había que agradecer a los dioses. Se cuenta que algunos de los grandes iniciados, como Pitágoras, se alimentaron con miel en su infancia.
Pero en algún momento se convirtió en un importante ingrediente culinario. Durante la Edad Media se la consideró tan importante como el azúcar de caña.
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Siempre fue considerada por sus virtudes energéticas y como el único edulcorante puro y natural. Hasta se la comenzó a utilizar como condimento, especialmente para añadir a los opulentos platos del Medioevo y el Renacimiento y celebrar grandes ocasiones siempre entreverada con sal y especias.
Espesa o líquida, clara u oscura, en muchos lugares de Europa existen denominaciones de origen que garantizan la calidad de un producto. En todo caso siempre el sabor y el estilo de la miel dependerá de las flores o de las hierbas que liben las abejas, es decir que tiene que ver con el clima, las estaciones y las geografías.
Después de 12,000 años la seguimos usando, para disfrutarla con las tostadas del desayuno y con los crepes o para enaltecer ciertos platos aunque sean salados, como los repollitos de Bruselas con tocino, miel y mostaza.
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Este alimento, casi sagrado mantiene su carisma como producto sanador. En invierno el té con miel y jengibre alivia, según el mito, cura diversos males.
Y la nueva cocina, que pone el acento en lo natural y orgánico, la venera cada vez más.
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