Lectores a la mesa

La novelista y cuentista Esther Cross comparte algunos de sus momentos preferidos de la literatura, donde los personajes y sus autores nos tientan con sus fórmulas gastronómicas, extravagancias o excesos.

Compartir a través de tus redes

La novelista y cuentista Esther Cross comparte algunos de sus momentos preferidos de la literatura, donde los personajes y sus autores nos tientan con sus fórmulas gastronómicas, extravagancias o excesos.


Me gusta cuando en los libros llega la hora de comer. Así recuerdo a muchos personajes. Holly Golightly sólo come queso cottage y manzanas porque además de sexy, es neurótica y muy flaca. Como dijo Marcel Schwob, el arte es campo de detalles y da el ejemplo de un hombre que “come pechuga de pollo a tal hora o prefiere el Malvoisie al Chateux Margaux”. La comida sirve para más que alimentar y complacer al personaje.

No me tienta el escritor que ofrece una comida; tiende a lucir más su oficio que los platos. Neruda es imbatible en su oda a la alcachofa guerrera –con “la pacífica pasta/ de su corazón verde”–, pero a mí lo que me gusta es que el escritor me siente con sus personas a la mesa. Un buen narrador sabe hacerlo, fija esos momentos en la vida del lector, puede tentarlo. Borges y Bioy Casares escribieron por encargo un folleto sobre yogur en una fría casa de campo. Para entrar en calor –en todos los sentidos– tomaban chocolate, que llamaban cocoa, por el Ulises, de Joyce.

Un libro puede hacerte probar algo que antes daba impresión. Un día de calor, tras años de resistencia, cociné, comí y aprobé una morcilla bajo la influencia de El extranjero, la parte en que Mersault come morcilla, toma vino y fuma con un cafishio. Camus no pondera ni describe la comida, pero algo hace porque ahí terminé yo, comiendo lo mismo, pensando en Argelia y Mersault.

Es una escena de tono manso pero terrible: el cafishio cuenta que le dio una paliza a una mujer y la hizo sangrar. La historia cruel se grabó en mi cabeza a través del almuerzo entre vecinos. En un cuento de Chéjov, entre un té –con coñac y bizcochos– y una cena, el teniente Rabóvich entra a un salón, aparece una mujer que en la penumbra lo confunde con otro y lo besa. Es lo mejor que le pasó a Rabóvich en la vida. Después, en la mesa, intenta adivinar cuál de las mujeres lo besó –podrían ser todas, tiene suerte.

La comida ayuda a las historias pero las palabras también mejoran la comida, favorecen platos impensados. “A Leopold Bloom le gustaba saborear los órganos internos de reses y aves. Le gustaban la sopa de menudos espesa, las mollejas con gusto a nuez, el corazón asado relleno (…). Lo que más le gustaba eran los riñones de cordero a la plancha, que le daban al paladar un delicado gusto a orina tenuemente aromatizado.” Siempre que llego aquí quiero ir a un restaurante y pedir corazón relleno o esos riñones orgánicos –con la débil esperanza del fracaso. Al hablar de comida, un escritor puede apuntar a otra cosa. Es lo que hace Alejo Carpentier con el Bucán de Bucaneros. Escribe esa comida franco-cubana porque atendía la fusión de culturas mucho antes de que estuviera de moda la confusión. A veces hay que dar un rodeo para llegar a la mesa. Hemingway habla del hambre como dolor y disciplina, y así resalta su desquite en la Brasserie Lipp: un distingué –cerveza helada en jarra–, papas marinadas y salchicha con mostaza. El rodeo puede ser más literal: comer y leer son viajes, inmóviles pero viajes. El menú de “Gordo”, de Carver, es la comida de Estados Unidos, que es Estados Unidos: ensalada Caesar, sopa con pan y manteca, costillas de cordero, papas con crema agria y el Especial Linterna Verde con helado. En Rusia, mucho antes, en Almas muertas de Gogol la sociedad se divide por clases de sopa y hay platos típicos como el niani, “estómago de cordero relleno de harina, sesos y ave”.

Los escritores crean mundos específicos, donde hay personas que comen en un presente continuado, más allá de los finales, inevitables en otro plano. Pero en la memoria del lector, Scott Fitzgerald gasta en tragos en los bares de París, donde Balzac toma café y Vila Matas mira, aterrado, la sartén de Marguerite Duras, con sus chipirones suicidas y un cigarrillo frito adentro.

Compartir a través de tus redes

Mas tiempo para hacer lo que quieras

¿No quieres pasar demasiado tiempo cocinando? Descubre nuestros platos de 30 minutos o menos
Descubrir recetas rápidas