Comer en las arenas del mundo

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Manzanas o bananas, postre austero expeditivo. Nada de coca cola, mera agua. Para los grandes lo mismo pero con vino blanco en un termo, siempre más conveniente que la cerveza que se compraba en el piringundín de la playa al que había que acceder incendiándose los pies.
Pero antes y después de estas vacaciones modestas, divertidas y penosas al mismo tiempo pude disfrutar en la playas del mundo de manduques más gratificantes que pollo de rotisería, amilanesado por la arena.
Cuando Villa Gesell, una playa de la costa bonaerense era el lugar bohemio donde íbamos las chicas de filo, hubo un bar de playa que duró bastante tiempo. Un italiano ilustrado de pasado misterioso, en un rancho de madera amarilla, saltaba calamaretti en oliva y ajo, con vino blanco y romero, sin panar. Bocados rojizos, inimitables.O spaghetti con esas almejas sacadas en la playa, donde jamás hubo marea roja. Los rojos éramos nosotros. Ay, nosotros los de entonces ya no somos los mismos.
Tampoco volverán (o sí, chi lo sá) otras experiencias mucho mas exóticas de sencillos disfrutes gourmet en playas lejanas. Argelia: en Ain Tahia, a la entrada de la mínima playa, una pequeña bahía con rocas, donde había un puesto, parrillita tipo choripán, que ofrecía brochettes-kebab de cordero- mínimas y delicadas que se pedían por docena. Para acompañarlas llevábamos una botella de rosé de Mascara.
Bastante tiempo después, una experiencia iniciática en una playa de pescadores al sur de Lima donde ahora proliferan los pueblos y lugares fashion. La cocina peruana no era moda, existía nomás. Allí probé el mejor ceviche de mi vida hecho por unos pescadores que se habían aprovisionado de limones, ají y cebolla. Preparaban a la corvina recién pescada, inmediatamente o antes, con el pescado aun boqueando. Previsores, habíamos llevados todo lo necesario para construir un Pisco Sour.
Otros momentos memorables: en la costa uruguaya, entre La Pedrera y La Paloma, el bar de Lucho en un espigón que entraba en el mar. Lucho era un alucinado pintor entre naif y surrealista. Servía cazón panado y frito y elaboraba delirios como mermeladas de mejillones. Desapareció.
Muy lejos también en el tiempo de otra experiencia insuperable, también en el Este: La Huella, en José Ignacio, ese parador que conozco, de Martin Pittaluga y compinches. Fue ya elegido dos veces en los 50 Best de Latinoamérica. Parador fashion con alma, poblado por inglesas siempre de blanco. Vaporosas. Se come con los pìes, literalmente en la arena, platos inolvidables y tragos ídem (reino de la caipirinha). Allí fosforecen los pescados frescos acompañados por un Albariño de Garzón.
Hace unos años las arenas estaban en Cancún, ciudad de plástico junto a un mar increíble, los mozos se acercaban a las reposeras del cinco estrellas con margaritas y guacamole. Kitsch pero confortable, muy lejos también del pollo enarenado.
Este año, en una playa en Marruecos, Assilah, cerca de Tánger, a la hora del hambre había que acercarse a un quincho maltrecho, donde Mahmoud asaba sardinas recién pescadas. Por ser un país musulmán no se servía alcohol pero nos permitía abrir nuestras botellas de cerveza o un mediocre vino marroquí. Despues té con menta, perfumado e intenso.
No son recuerdos melancólicos, sino existenciales. Sigo cultivando, quien no, bocados y tragos en la playa. El pollo con arena, nunca más. Los chicos están grandes.
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