Los hermanos Petersen merodean por las bodegas, los viñedos y sus restaurantes. En una de las Capitales del vino del Mundo, la gastronomía crece tanto como sus vinos.
Desde la escalerilla del avión respiramos ese aire diáfano, el brillante sol otoñal, la fuerza de la montaña. Hasta hace pocos años la fantasía del viajero que huye de la urbe se traducía como un deseo urgente: devorar esas
empanadas con mucha
cebolla y
comino que salían del los hornos de barro. Siempre fue el rito para quienes visitábamos la región.
Después de las catas, las conversaciones con el
enólogo, las exploraciones en las
viñas junto al agrónomo, llegaban esos bocados ricos, que, como los vinos cantaban su origen, sabores con una identidad. Siempre es posible el rito en muchas
bodegas que aunque no tengan restaurante invitan a los amigos a estas fiestas bajo el sol mendocino.
Hay restaurantes de bodegas donde el enólogo y el
cocinero trabajan juntos para crear
platos que representen sensorialmente un acuerdo (maridaje). La visita a la bodega se convierte entonces en una experiencia inolvidable. El objetivo es expresar el terruño de manera nítida, tanto en los
vinos, como en los platos y en la atención a los visitantes.
En las casas por otro lado se sigue practicando el
asado en familia, se recurre al
chivito o al
cordero en horno de barro y a esos dulces que elaboraban las patricias mendocinas como el
dulce de membrillo de color pálido y sabor sutil.
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