Otra inolvidable escapada por España. En una reciente comida alguien me hablo de Cadaqués y sus erizos invernales en una fría noche porteña. El recuerdo de un sabor hace disparar otros sabores, otros paisajes.
Simplemente se asoció el contenido de un frasco de erizos en conserva traídos de Chile, con estos pinchudos frutos de mar que aparecen en el invierno, exactamente en febrero en la costa catalana, de sabor mucho mas atenuado que el de los erizos de Pacifico. Allí, estuve hace bastante tiempo, en Cadaques, precisamente n el mes de febrero. Y volvieron las imágenes de ese lugar, y el sabor de los erizos con ese emocionante aroma a yodo, probados en un bolichito en el puerto de ese lugar obvio en verano, raro en invierno, donde vivió Dalí.
Ante todo debo decir que cuando partí en ese fugaz viajes a ese lugar a orillas del mediterráneo lo hice desde Barcelona, un día de Carnaval.
Alguien nos dijo: no pueden salir de Barcelona sin visitar antes el Mercado de La Boquearía- que conozco muy bien-, porque desde el medioevo la tradición manda que los puesteros se disfracen. Vi carniceros obviamente disfrazados de Drácula, verduleras gordas en odaliscas, queseros como samurai. Todos con caras serias. Para los catalanes todo es en serio. En la entrada del mercado había un tipo que fabricaba las máscaras, blancas para las geishas y make up violeta para los Dráculas. Compartimos tapas en los bares del mercado-mucho pan con tomate y vino tinto del Priorato, con quijotes, sanchos, sultanes y muchas Marías Antonietas enpelucadas, Eso fue una surrealista introducción a otro viaje, un viaje fugaz y casi literario a ese Cadaqués nada turístico al que me llevo un ómnibus –alrededor de una hora y media de viaje desde Barcelona, pasando por Roses, donde recién empezaba a asomar Ferrán Adriá. Por habernos dispersado en el corso de la Boqueria llegamos en horas crepusculares, y lluviosas, solo al día siguiente me deslumbraría el mar.
El bus paró en una estructura art nouveau llamada Casino, una especie de Club Social de provincia. Adentro salones enromes, decadentes y despojados, en el estilo de Ettore Scola. El bar había sido tomado por una banda de británicos excéntricos- casi siempre lo son- producidos como en un film de los 60: capelinas negras, boas de pumas, polleras largas, barbas, sombreros peruanos y sacos mejicanos. Alguna tragicomedia confusa, seguramente a causa del alcohol y los celos, combinación fatal, debía sobresaltarlos. Los ingleses iban y venían, bajo la mirada impávida de los lugareños concentrados en sus barajas, el billar y los carajillos. Los ingleses le daban al Brandy catalán, simpre bueno. Estos locos viven acá en Cadaqués - me comento el mozo algo tristón. Desde el pionero Dalí, todos los locos eligen Cadaqués. Y los que llegan con algunos tornillos puestos se topan con el Tramontana, ese viento exasperante, tanto como el Zonda en Mendoza y zás, se rayan del todo.
Después de esta introducción en el lluvioso anochecer comienzo a merodear por el pueblo. Merodear es una metáfora porque Cadaqués refuta las caminatas circulares y lineales. Las calles son escaleras, de modo que sólo se puede subir y bajar, como en muchas aldeas griegas. Hay casas blancas, techos de pizarra, ventanas azules y una oscuridad que apenas interrumpen algunos precarios farolitos.
Los gatos negros atraviesan las escaleras húmedas y desaparecen tras los muros solitarios, misteriosos de las cerradas residencias de verano.
En una de esas callecitas encuentro el destino que me recomendaron desde Barcelona: Casa Anita, un antiguo piringundín a de techo muy bajo donde parecen haberse concentrado todos los habitante del pueblo. Al rato, fatales, caen los ingleses pasados de copas.
Casa Anita tiene su carisma, abierto en invierno es el único lugar del pueblo con gente. El menú viene cantado, no impreso: sardinas frescas y asadas, pescadas en el día en Rosas y una fabulosa sopa de pescado con alioli (Cadaques es territorio alioli absoluto), salmonetes como llaman en España a las trillas, de roca, típicos de este mar on the rocks Acompaño la comida con un rosado liviano y seco, un clásico del lugar con la denominación de origen Ampurdán- Costa Brava. Es un vinovells, me dice el mozo al que las pautas de la casa (el error puede ser fatal) imponen llamarlo por su nombre Mario. A lo postres, más vino pero en bota. Un vino dulce y curioso, también de la región: un Lledoner como laman en la Costa Brava a la garnacha blanca. A Dalí le encantaba, acota Mario.
Paso la noche en el único hotel abierto, Playa Sol, digno y bastante confortable. A la mañana bajo el sol y frente al mare nostrum, puedo probar lo erizos en un barcete de la costa, con una copa de cavas. Un zambullida en el mar. Después, el bus de regreso a Barcelona. Nunca volví a este raro Cadaqués invernal, cerca de la frontera francesa donde en ese momento vivían 1867 personas, sin contar a los ingleses anónimos ni a la familia Guiness, dueña de una casa en el cerro que desde el medioevo se hace llamar Panic.. Tuve la certeza que había sido un fin de semana único. Simple y único. Supe porque Dalí, amante de los vinos, los platos, las mujeres y los hombres, se instaló en este paisaje.