Para un auténtico o auténtica gourmet una comida a solas debería ser una fiesta, como para un fanático del cine o de la música asistir solo su alma a un film o a un concierto.
Si la soledad no es una elección sana, si no hay mas remedio, los hombres (y mujeres) se entregan con extrema displicencia a las cosas del comer.
En casa prenden la TV y engullen cualquier cosa sin conciencia, al restaurante llevan un libro o el diario, se instalan en una mesa alejada y recurren al celular para atenuar el pánico. Las señoras que deben (o quieren) comer solas son miradas como bicho raro, observadas con lástima por mozos y mesas masculinas, pendientes de estas pobrecitas devoradoras de salad light y pechuguitas grilladas con puré de calabaza y agua mineral, a lo único que se le animan en esas circunstancias. ¿Serán las que nunca tuvieron novio?
Ese lugar común, mejor solo que mal acompañado, parecería que no corre a la hora de comer. En la mesa la gente se banca a cualquiera. Hay un proverbio árabe que dice quien come solo se atraganta solo, pero es mejor atragantarse solo con una miguita que equivocadamente tomó otra vía, que con un río de palabras de un acompañante imbancable, sea amigo, marido, amante o socio.
Las comidas en pareja, en especial, no siempre son placenteras, salta a la vista cuando se ve a los cónyuges de toda una vida comiendo aburridísimos, más solos que los del diario o los del celular.
O las parejas que eligen el restaurante y la hora de comer para sus psicodramas. ¿Cómo puede uno concentrarse en el foie gras o en las milanesas con papas fritas? Se digiere plomo, se mastican reproches, el vino sabe a cicuta.
Buenos platos con buenos vinos funcionan como una experiencia sensorial tan importante como el goce estético de un cuadro, de una película o de un concierto.
Parece que no, los que no soportan una ida en soledad al cine mucho menos se bancan comer solos en un restaurante ¿por qué, pregunto? Para comentar la película, para criticar el concierto, para evaluar los platos, responden. La dependencia del otro más absoluta. Quien no puede prepararse un plato decente y rico y picotea de la heladera no importa que porque total está solo, se quiere muy poco.
También se quiere muy poco quien tiene por ejemplo un berretín de probar algún plato especial o explorar en un restaurante nuevo y no va porque no tiene con quien. Se la pierde. No me refiero a los manduques raudos en la city, a quienes los solitarios momentáneos deben recurrir por supervivencia, y se consuelan pensando que en casita a la noche los esperan mujeres o maridos, críos y amigos. Pienso en verdaderas experiencias gourmet, en platos deliciosos preparados por cocineros top.
En los viajes el sentimiento de soledad se exacerba o finalmente puede desaparecer. Los fóbicos que no se animan a ir al restaurante cercano o inclusive reservar una mesa en el restaurante del hotel pueden dar el gran salto existencial: después de haber padecido tres días la comida del Service Room, esa cocina anónima, fría y tapada, mirando la tele.
Puede ser el momento clave para descubrir el mundo y sus infinitas posibilidades en cuanto a las cosas del comer, conocer, beber y pasarlo bien.