Cocinar con la morocha

Las cacerolas de hierro, negras y sólidas, aun aparecen en las antiguas  ferreterías de los cien barrios porteños.Todo guiso, todo dulce elaborado en este continente casi maternal adquiere un sabor especial.

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Las cacerolas de hierro, negras y sólidas, aun aparecen en las antiguas ferreterías de los cien barrios porteños.Todo guiso, todo dulce elaborado en este continente casi maternal adquiere un sabor especial.


Tengo una morocha grande, pesada. Debe tener 100 años, la heredé de mi abuela; allí preparaba las mermeladas, las compotas y otras recetas.
Su repertorio no era sofisticado: guisos, pucheros, el estofado para las pastas, esa carne que cocinaba durante horas perfumando las mañanas de los domingos con aromas de cebolla, laurel, tomate y romero, efluvios inolvidables, que tentaban a mojar el pan en la olla.

También era el continente para el minestrone al pesto, ese que conmovía a Umberto Eco. Y los cascos de membrillos, cocinados hasta mutar de color: de amarillo pálido a rojo intenso, perfumados con canela, clavo y ralladura de limón.

Tuve hace unos años la versión de lujo de estas cacerolas negras de hierro fundido, una pequeña Le Creuzet, de hierro, esmaltada. El esmalte partió después de quemarla un par de veces. Sobrevivió, aunque su existencia fue más breve que la de mi eterna morocha, que aún sigue en pie. Imbatible. Su negra presencia transforma la mesa. Todo, hasta uno, parece más sólido.

Allí hago curries y pucheros, guisos marroquíes -como el pollo con aceitunas-, y siempre, el risotto. Está sobre la cocina como una presencia familiar, demasiado grande para guardar en cualquier rincón de la alacena. Después de algunos días sin usarla, ella me inspira y entonces allí va parar un seco de cordero marinado en cerveza (a falta de chicha de jora) o un ají de gallina.

Tiene la marca de la verdad, auténtica, sólida. Es esa morocha argentina, la más cotizada, que de madrugada sirve un cimarrón. Ningún ersatz en forma de cacerola de hierro china puede reemplazarla. La morocha es tan de hierro, como esos guisos de lentejas que también cocina morosamente, transmitiendo un sabor único y esencial.

Para cuidarla no hay que hablarle como a las plantas. Solo basta preservarla de oxidación, ese enemigo de los vinos, de las cosas y de la gente. Secarla bien y pincelarla con aceite. Es todo. Creo que puede aguantar otros cien años. La pondré en mi testamento.

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