Día de pesca

Autor El Gourmet
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Estamos acostumbrados a pedir du marché con la tranquilidad que da sentirse un entendido. Presuntuosamente, esgrimimos casi de costado, como quien ha dicho algo miles de veces y tiene que repetirlo a un iniciado, aquello de “Acá se come bien, imaginate que si no, no vendría”, “Fresco, hacé de cuenta que lo sacaron del mar hace un rato”, y otras de similar tono. Lo que no hacemos es embarcarnos imaginariamente, sentir la sal agrietando la piel como esos que se adentran en el mar antes de nuestro juicio gastronómico. Tampoco esto quiere decir que deberíamos escuchar el sonido de las redes golpeando el casco y el repiqueteo plateado cerrando esa sinfonía en cubierta. Es entendible que no, pero lo cierto es que hay miles de historias atrapadas para siempre en las redes.

Más de 600 km al sur de la capital de Buenos Aires, los días comenzaban celestando las ventanas de madera de la casa de Salvador. Un viejo seco color cobre que llegó a pensar, después de muchos años de guapearle al viento y la sal, que era un hijo más del mar. Cada mañana, desde que era un niño, llevaba las pesadas redes desde la playa hasta donde le diera el coraje, llegando a ser el pescador más requerido del pueblo. Era verlo volver arrastrando el premio, los ojos como grietas que igual dejaban ver el brillo orgulloso del botín. Miles de mañanas gélidas castigando su cuerpo enjuto hicieron que las piernas de Salvador fueran perdiendo fuerza. Había que verlo pasar las noches mordiendo los labios para aguantar el grito de las venas hormigueando. Y Salvador las engañaba con grappa y un sueño.

Una mañana no pudo casi caminar. Los ojos azules como el mismo océano se abrieron mientras temblaba la boca de sorpresa y de miedo. El médico fue taxativo. Esa misma tarde, al salir del consultorio, encaró para el cine como una forma de aturdirse ante la decisión que iba a tomar. Ni se imaginaba que la película que estaba a punto de ver le cambiaría la vida para siempre. El Corcel Negro, rezaba el cartel. Cuando Salvador vio la toma en la que el caballo se desplaza mágicamente en el mar como en una coreografía, se le ocurrió que no todo estaba perdido. Al día siguiente, salió del campo de un conocido con Luna, una yegua blanca de un año y medio. Con paciencia y el cielo sangrando de fondo, las tardes morían viendo a Salvador enseñando a pescar a Luna. Al cabo de un tiempo, Luna llevaba las redes mucho más lejos de lo que Salvador siquiera soñara. Al pegar la vuelta, su fuerza podía con las redes más cargadas que aquella playa había visto jamás. Salvador abrazaba el cuello del animal con una unción que conmovía. Durante más de diez años, Luna y Salvador fueron acaso la mejor sociedad. Palmadas y trote. Fuerza y experiencia. Confianza plena.

Una mañana, como cuando flaquearon las piernas del viejo, Luna temblaba como una hoja. A los tres días, Salvador la enterró llorando, cubriendo la tumba de conchillas. Pasó poco tiempo para que la Municipalidad le otorgara a Salvador la llave de la ciudad. Podría decirse que fue la primera vez en ciento veinte años que el pueblo tuvo un Ciudadano Ilustre. Los turistas no tardaron en venir. Salvador murió exactamente al año. Los pescadores siguieron pescando. Las olas siguieron besando la costa. Lo cierto es que, habiendo pasado más de cuarenta años desde que ambos se fueron, cuando el sol agoniza en las playas, algunos pueden ver un brillo distinto en la cresta de las olas. Esos días, los pescadores se persignan. Esos días, hay que pedir du marché.

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