Codornices y más

Autor Elisabeth Checa
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Y es que hay infinitas formas de tratar a estos seres tan frágiles como lo son las codornices:
 
En escabeche no sólo resultan deliciosas, sino que pueden durar varios días en la nevera. Pero hay que tener cuidado, pues todos los escabeches tienen un defecto: El exceso de vinagre homogeneiza y no se sabe si lo que se está comiendo es carne, pescado o alguna ave. Tampoco se puede pensar en acompañar la acidez del escabeche con vino o, en todo caso, resulta muy difícil imaginarlo. Aconsejo acompañar el plato de codornices en escabeche con un Merlot o un Chardonnay si tiene antojo de blanco. Un Fino o Manzanilla también pueden ser cómplices perfectos.
 
Eso sí, es bastante complicado de hacer en casa. En casi todas sus preparaciones, es necesario deshuesar a las codornices con infinita delicadeza. Para lograrlo hay que hacerlo sin abrirlas, por la parte trasera, con las manos y con la ayuda de un buen cuchillo de ser necesario. Se deben despegar los huesos de la carne, cuidando de no dañar su carne ni su piel. Lo único que puede dejarse es el huesito de la parte inferior de la pata -no el muslo- y de las alas. Ten presente que esta técnica sirve para cualquier plumado y para cualquier receta.
 
Las perdices son otro cantar. Su uso es similar al de las codornices, pero son más suculentas y de sabor más intenso. Animalitos de caza que tan bien quedan estofados con uvas o acompañando guisos de alubias, a la moda asturiana, como probé en el barrio madrileño de Lavapiés. En cuanto a pajaritos mínimos, he probado los hortelanos en Cataluña. Microscópicos y sabrosos, saltados en la sartén, enteros y limpios, con ajos, en oliva y hierbas, se devoran con fruición, hasta los huesos. Estando en Barcelona me invitaron estos pájaros así tratados, pero me advirtieron: “ojo, el pico no se come”.
 
Otros pájaros: el pichón o pigeon. De chica lo comía todos los domingos en un campo de la pampa seca, asados en la parrilla por mi abuelo suizo, junto a chorizos y morcillas. Me impresionaban, pobres palomitas. El gusto, la “crocantez” -se podían masticar los huesos-, vencían a la piedad. Inolvidables. El sabor lo recuperé en Florencia, cierto día del siglo pasado: el pichón asado sobre brasas, aplastado sobre una focaccia. Y en Francia siempre lo pido cuando lo encuentro en la carta. Un plato de bistro o de resto importante, en múltiples recetas. La única condición es que sea jugoso y rosado.
 
En Marruecos hacen pastilla de paloma -pronúnciese “pastila”-. Es una especie de milhojas relleno con la carne procesada de torcazas, condimentada con especias y algún que otro lejano sabor agridulce. Así lo conocí en Assilah, cerca de Tánger. Un plato de mil y una noches, ideal para acompañar con un rosé intenso. También he probado el faisán, definitivamente sublime. Pero, en cuanto a aves de sabor emocionante, debo reconocer que las tórtolas, palomitas salvajes y multi-cromáticas, nunca fueron superadas por ningún otro ser alado. Me hicieron volar.
 

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