Anchoas, rabiosamente intensas

Autor Elisabeth Checa
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En las costas cantábricas se lo conoce como anchoa. Y en el sur de España, como boquerón. En el agua son iguales: es la misma especie. Pero en el plato no se parecen en nada.

Para alimentar la confusión, existen otros nombres posibles para denominar a este pez, pero no nos importa. Nos concentramos en la anchoa, que en sentido estricto es el pez conservado en salazón o aceite. Un bocado sabroso, rabiosamente intenso, con un atrevido punto salino y un potente recuerdo marino. Las anchoas del Cantábrico son indudablemente las mejores, incomparables. Nada que ver con esas fragilidades que se desmorona triste en sus frasquitos, viejas conocidas marplatenses.

En España desde hace 2000 años los pescados se salaban y se conservaban en aceite de oliva, otra especialidad hispánica. El oliva otorga al pescado más sabor e inclusive maduran, he probado en Madrid conservas millésime, de añada, como los vinos. Aun vivo.

Pero fueron los italianos quienes abrieron los ojos a los pescadores vascos, cántabros y asturianos acerca de la riqueza sápida y económica de la anchoa.

Los romanos ya la valoraban lo suficiente como para provocar casi un exterminio de la especie en las aguas del Adriático. Y así fue como sus descendientes se abocaron a recorrer el mundo buscando nuevos cardúmenes.

En todo caso, hay dos elementos claves para que la anchoa sea el manjar esperado cuando se abre la lata. Uno es la frescura con la que llega a puerto; el otro, el color de su carne: es mejor la blanca que la roja, tonalidad esta última habitual en las capturas de otoño, cuando los alevines hacen acopio de oxígeno antes de internarse en las profundidades para pasar el invierno.

El proceso para elaborar una anchoa en salazón es complejo y artesanal: el pescado se introduce en salmuera durante 24 horas, para que obtenga el grado óptimo de sal; posteriormente se descabeza y se coloca en los envases y se prensa durante varios días; finalmente, el envase se cierra para que la anchoa continúe madurando y pueda consumirse en un plazo aproximado de seis meses.

No necesito más que una tostada crujiente y una cerveza fría para disfrutarla, si fuera posible, en el puerto de Santoña. Lo hago cuando merodeo por Madrid en antiguo bar en una esquina de la plaza de Chueca en Madrid donde, acodada en la bulliciosa barra he probado las mejores anchoas cantábricas, casi voluptuosas. Con cerveza, o, aun mejor, con Manzanilla de Sanlúcar de Barrameda.

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