Comer y beber la Bastilla

Autor Elisabeth Checa
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Demasiado para mirar.  Paris no se acaba nunca, tituló Vila Matas a su novela. Tiene razón. No estoy en Paris, Paris esta dentro de mí. Demasiados recuerdos en cada esquina. Lo siento sentada con una copa de Rosé de Provence en un bar- a- vin en la calle Francbourgois, bulliciosa y viva, el corazón palpitante de Le Marais, un antiguo barrio parisino que desde hace unos años está absolutamente de moda.
 
Hasta este viaje fui una eterna habitante  de la Rive Gauche,  descubro que la derecha también tiene sus encantos. Vivo a una cuadra de La Bastille y de la nueva Opera  con escaleras donde merodea una fauna marginal y multiétnica. Clochards y transgresores de pelo violeta. La torre verde observa, inmutable, esta corte de los milagros.
 
 En Faubourg Saint Antoine, también en el quartier, visito por segunda vez un marché alucinante. Mercado d Aligré, cuadras y cuadras de vegetales y frutas, vociferados en la calle. En el inmenso mercado cubierto, carnes de todos los bichos posibles, quesería y lugares para aprovisionarse de charcuterie, especias, aceitunas, panes.
 
 A la vuelta el famoso, atiborrado bar-a vins Baron Rouge, el bar del mercado con una impresionante oferta de vinos posibles. Y ostras. Es uno de los lugares preferidos de Paz Levinson. Muy cerca de allí, Miguel Angel, su marido instaló la librería Cien Fuegos, de literatura argentina e iberoamericana.
 
Las propuestas gastronómicas del barrio no son estrelladas, hay innumerables bistros, los de toda la vida, algunos como los que orillan la maravillosa Place de Vosges, construida por Henri IV en el siglo XVI, con sus palacios y la casa de Víctor Hugo.
 
Lugares turísticos y no excesivamente caros. Por ejemplo, en Palais Royal probé un buen trozo de carne con salsa de pimienta, con salsa clásica y frites. Del rincón de los recuerdos muertos saqué mi primer steack u poivre, conocido a los veinte años en Aux Asassins, en el Barrio Latino, junto al café Bonaparte. Seguramente sobrevive, pero nosotros los de entonces ya no somos los mismos.
 
 En frente de mi casa, el  Bistro de Vosges, probé un excelente roast beef, el lugar se especializa en carnes. Para estos disfrutes carnales pedí un vino de Cahors, carnoso y potente. Aconsejo para no despistarse ante las infinitas propuestas de las cartas de vino ir a los seguro: los vinos de Cahors (Malbec, finalmente) los de Languedoc, los Madiran algo rústicos, porque se corre menos riesgos de deprimirse cosa que si puede pasar si se pide un Bordeaux barato y banal, tintos posibles que recuerdan, por ser vinos de regiones más cálidas, del sur de Francia, a los vinos del nuevo mundo.
 
 El Borgoña blanco o tinto (Chardonnay y Pinot Noir) puede ser caro pero si se rastrea un poco en las vinotecas se pueden encontrar a precios más amables muy buenos vinos con esta denominación de origen, con una personalidad única.
 
En cuanto a los blancos recurro en las terracitas a un Sancerre- ay! siempre llegan medio calientes- o un rose de la Provence, agradables cuando empiezan los primeros días cálidos. Salió el sol, después de varios días lluviosos, cuando Paris se tiñe de esa melancolía que la define. Es, definitivamente, una ciudad gris y dorada.
 
A metros de la Bastilla está Bofinger, una brasserie de la belle èpoque con un decorado absolutamente art nouveau, con cúpula impresionante, bronces, arañas de cristal, mozos viejos y atentos  y la cocina típica de brasserie: chucrut con tres clases de pescado, una amplia oferta de ostras y frutos de mar. Hay que empezar con un aperitivo clásico: Kir au  crèmant de Alsacia. Crémant es un espumante que no tiene derecho a llevar el nombre de champagne, con unas gotas licor de cassis.
 
Para las ostras de Bretagne, Sancerre Jolivet, crocante, mineral y fresco. Con el magret bien jugoso una botella de Croze Hermitage (34 euros). El día anterior almorcé en el Petit Bofinger justo enfrente, menos turístico, mas frecuentado por parisinos, nada pretenciosos, canchero y menos caro. Allí probé un tartare, perfecto, antes un foie gras, lamentablemente recién salido de la heladera.   El menú con copa de vino incluida sale 26 euros, una aventura posible.
  
 En todo caso, para bajar costos siempre se puede comprar baguetes, para comer en casa o en el hotel,  y esa oferta infinita de quesos artesanales a partir  de leche cruda, no pasteurizados, con denominación de origen, no solo en los mercados sino en los súper, terrines y pate campagnarde de cerdo o de conejo, por ejemplo.
  
En una esquina a la vuelta de Vosges está Chez Janou,-2, rue Verlomme tel 0142 72 2841- con su oferta de más de 80 Pastis, una buena idea para probar estos aperitivos provenzales con aromas anisados y frescos, que alguna vez, cuando llevaban absenthe (ajenjo) fueron trago perverso para los poetas malditos. Siempre llena su encantadora terracita, se impone reservar. El lugar es mínimo y apunta a la cocina mediterránea.
 
Cerca, si se avanza desde la Bastilla por la Rue de Rivoli, está el  Centro Pompidou más conocido como el Beaubourg, de diseño discutido desde hace 20 años, un monstruo de colores y tubos. Hace unos años comí en la terraza-  el restó y bar Georges- desde donde se puede ver el tout Paris, Notre Dame, Sacre Coeur y Torre Eiffel incluidos. Paris es una fiesta, siempre y pese a todo.
  
 
      

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