Pasaje a la India

Recuerdos de un viaje, sus aromas y sus sabores. Bombay y sus mercados, las vacas en la calle, el gin tonic compartido con Ravi Shankar, los misterios…

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Recuerdos de un viaje, sus aromas y sus sabores. Bombay y sus mercados, las vacas en la calle, el gin tonic compartido con Ravi Shankar, los misterios…


No fue un viaje reciente pero debo decir que fue el itinerario más extraño de mi vida de viajera, no de turista. Muy joven aterricé en Bombay desde Suiza, ni más ni menos. Dos mundos. Un shock. Bombay o Mumbai -como ahora se llama es una ciudad atiborrada con magnificencias y miserias-. No voy a describir los horrores ni los agujeros, sino la magia, contar al vuelo algunas impresiones fugaces que dejaron huellas en el alma.

Desde el primer día en el hotel, la elección era Continental Food o Indian Food, a muerte elegí la Indian, por supuesto. Tantas veces incendiaria. La otra opción no era Continental, servían lo peor de la cocina inglesa antigua, con cosas hervidas y sosas, no sólo aburridas sino terribles de digerir en un clima violento. Allí probé por primera vez el sabor del cilantro en unas pakoras y samosas, pastelitos fritos y ricos con aromas de cilantro. Al yuyo lo recuperé unos años después en Chile y Perú, antes que deviniera moda globalizada.

Con una enorme población vegetariana descubrí las infinitas posibilidades de los vegetales, curries o guisos de berenjenas, zucchini, tomates, saltados con profusión de especies, lentejas cremosas y picantes (dhal) y la cocina mogul, del norte de la India donde brilla como una estrella el arroz Biryani, que puede ser muy sencillo saltado y especiado con algunos vegetales y frutas secas, o de un lujo asiático, valga la redundancia, con arvejas envueltas en finas láminas de oro. El labro del dinero en los palacios de los ricos. Con este arroz –sin oros- se acompañaba a otros platos moglai, como el pollo adobado en yogurt y especias, o el cordero.

Aunque en Occidente se llama curry a un guiso con especias, el espectro de estas preparaciones especiadas es infinito. Desde ya, jamás con carne de vaca, tabú para los hindúes. A la vaca sagrada se la ve merodear con sus cuernos pintados de azul por las calles abigarradas. Todo el mundo la deja pasar. La carne vacuna sólo la comía en los restaurantes de los hoteles con clásico menú afrancesado, allí podía pedir vinos de Burdeos y algunos Borgoña. Seguramente las cosas cambiaron y en esos mismos hoteles se consigue Malbec argentino ya hasta vinos indios, como un pasable Sauvignon Blanc que probé recientemente en Madrid, donde proliferan los boliches indios en el barrio de Lavapiés.

Las comidas en los restaurantes comunes, ni excesivamente populares ni de lujo se acompañaban con nimbu pani, jugo de lima y agua o yogur con agua. Los más occidentalizados, entre ellos todos los excelentes chinos de Bombay servían cerveza.

En esa ciudad tuve la suerte de conocer a Ravi Shankar, ese genio del sitar que fuera maestro de los Beatales. Venía al hotel a visitarnos y hablar de la vida, vestido con Kamiz blanco, atuendo muslim, se sacaba las sandalias y pedía un gin tonic, no era un fanático.

Eso fue Bombay, con un mar marrón frente al hotel Taj Mahal, un fastuoso palacio del siglo XIX, la puerta de India, ese que recientemente sufrió un atetado fundamentalista. Cuando lo leí, se despeñaron los recuerdos.

Un capítulo de la novela corta Nocturno Hindú, del italiano Antonio Tabucchi -uno de mis escritores amados- transcurre en el comedor de ese hotel donde tantas veces tomé un gin tonic en horas crepusculares, cuando el sol se ponía sobre ese mar tan poco atractivo.

Luego de un par de meses viajé a otros puntos en la India, siempre en eternos itinerarios por tren. Delhi, Benares o Varanasi, la ciudad sagrada, Hyderabad, Mysore, Cochin. Otros ámbitos, otras voces, otros gustos. Lo contaré.

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