Parecería que el soufflé ha caído, como tantos tradicionalismos, en el cajón de los recuerdos. O lo desinflaron las espumas, el nitrógeno líquido y otros vanguardismos técno.
Según el teórico francés
Hervé Thays, el
soufflé, los
soufflés, pertenecen sin lugar a dudas a la
cocina molecular, dónde se explican que les acontece a los alimentos, cómo se transforman. Pero, en realidad, se puede prescindir de teorías…
La base del soufflé es una
salsa bechamel espesa, perfumada con nuez moscada y pimienta negra, a la que se añade 6 yemas y las claras batidas a nieve bien firmes, que se incorporan con sumo cuidado a la base -y en el caso de un
soufflé de queso, gruyer rallado grueso-.
En el horno bien caliente, se lo cocina en un molde que debe llenar las ¾ partes. Hay que cocerlo en horno a fuego medio durante 30 minutos y luego aumentar la intensidad de la temperatura y cocinar otros 10 minutos para que se dore.
Los
soufflés pueden ser infinitos. Particularmente, recomiendo el de
espinacas, el de coliflor con queso, el de
brócoli, el de pescado blanco perfumado con hierbas. El
soufflé de chocolate es otra historia… Es perfecto como postre caliente para los días fríos. O el
soufflé al
Grand Marnier, otra dulzura
vintage.
A la hora de inventar acuerdos con el
vino, entre los
tintos, el
Merlot resulta ser la variedad más apropiada. Si se lo quiere acompañar con un
blanco, aconsejo un
Chardonnay con brevísimo paso por madera. En el caso de los dulces, algún varietal tinto de cosecha tardía o un
vero Oporto.
Eso sí, el
soufflé no espera a los invitados. Una vez que emerge, dorado y tentador, hay que servirlo inmediatamente porque se desinfla como ciertos sueños… De lo contrario, servido a tiempo, experimentarás el mismísimo sabor de las nubes.