Desasosiegos existenciales

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Pedimos vinos y platos, los mozos acechan. Casi se puede sentir la respiración en la nuca. Pero los platos no llegan, tardan pese a esa actividad febril, a esas idas y venidas.
Me ha pasado: estoy por ponerme la servilleta en la falda, pero no, no es un gesto digno de una dama, el mozo me pone la servilleta, que se resbala por la rigidez del almidón, busca otra y me la vuelve acomodar. Ay, no me toquen, la servilleta es cosa mía, si se cae la levanto. Si se estira la mano para alcanzar el salero, otra mano rauda pondrá sal en la comida, mientras otra mano de mozo enguantado, se ocupa del enorme pimentero fálico, o de uno moderno con lucecita y ruidito. Sal y pimienta son asuntos privados, como respirar o poner la puntuación en un texto.
Si surge la tentación de picotear del plato del otro – se sabe, el mejor plato es el del otro - aparece alguien obsecuente preguntando ¿se lo comparto, Madame? No quiero, no me quiten el placer de robar, no quiero compartir nada. Y no soy ninguna Madame.
La sensación es estar en un escenario, el público son lo mozos & Cia, que preguntan, coro griego ¿todo bien? No, todo mal.
Puede suceder que a la troupe se sume el gerente o el encargado de las relaciones públicas, aburrido, quien se acerque a la mesa para preguntar, él también, como estuvo la comida o que el cocinero salga de la cocina, furioso, para averiguar porque dejamos la mitad del bife.
Sucede en los barriales o en los grandes parisinos. Por favor, dejadnos comer en paz, no nos interesa saber si la manteca tiene denominación de origen (el maitre), o el método de conducción del viñedo de ese Merlot que estamos probando (sommelier).
Tampoco la ideología culinaria del chef- proprietaire, que, sin que se le dijera nada, se instaló en la mesa, con botella de champagne. Una invitación de la casa, que se sumó a la abultada adición.
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