El recuerdo de la “cocina del viento” –capaz de anunciar heladas o la llegada de la primavera– y el misterioso y anhelado premio que esperaba al final del postre, en este mágico relato de la periodista Fernanda Sández.
En casa la comida nunca fue porque sí. Nunca. Podíamos vestirnos con ropas ajadísimas de primos mayores, podíamos –y de hecho lo hicimos– lucir como refugiados del Este y andar varios inviernos las mismas lanas encima. Con suéteres tejidos, destejidos y vueltos a tejer por mi mamá, que cada marzo “modernizaba” las prendas combinando un chaleco difunto de mi hermano con una bufanda mía, o con restos de otros ovillos de origen indescifrable.
Eran, por suerte, tiempos de psicodelia y el truco pasaba por vanguardia. Pero todo aquel libre pensamiento se acababa no bien entrábamos a la cocina: allí todo debía ser flamante, fresco, recién cortadito. Y, antes de eso, fundamentado. En mi casa, la frase aquella de “fijate qué hay para comer” no existió nunca, porque comer nunca fue cuestión de fijarse ni de abrir la puerta de la heladera y salir a jugar. No. Mamá, educada en un internado de monjas teresas, aprendió de chica que nada es porque sí. Que la manteca y los huevos se cuidan siempre, que la mesa se hizo para variar, que la fritura es mala consejera. Y sospecho que también de allí, de ese sistema monjil de combinaciones buenas o pecaminosas, aprendió mamá la importancia de la magia.
Su modo de sobrevivir a esa dictadura en blanco y negro, a rezos y penitencias desde el amanecer, fue haciendo travesuras en los platos, y con los platos. Por eso ya grande, ya en casa, ya madre de tres y ya dueña de su propia cocina, pudo dedicarse a lo que tanto le gustaba: la cocina del viento. Según ella, asomando la cabeza por la ventana cada mañana (“oliendo el aire”, según ella) se le revelaba qué era lo que debíamos comer, y lo anunciaba con aquella misma certeza con la que las monjas le habrían contado un día por dónde pasaba la frontera del mal. “Hoy es día de guiso”, decretaba en agosto. “Pollo a la parrilla”, solía diagnosticar en noviembre, y nosotros ya comenzábamos el día saltando de contentos por la pata prometida. Ya no, pero en ese entonces me parecía lo más normal del mundo sacar el menú del viento y hacer que todo lo que se pusiera sobre el mantel tuviera que ver con lo que sucedía detrás de las ventanas. Con los días, aprendí a leer el clima en los platos, y supe que con la sopa venían las heladas, y que con las frutas la primavera ya estaba aquí.
Fue en esa época que nos la presentó. La trajo como escondida. Como distraída. “Si se comen todo, van a ver que al final hay un premio. Una magia”, nos dijo una vez a mis hermanos y a mí, mientras colocaba sobre la mesa tres compoteras panzonas de frutillas, bananas y helado. Y los tres de cabeza a excavar, y a llenarnos la boca de frutas, a almacenar toda esta carga en las mejillas, como los hamsters. Entonces la vi. Velada por la crema, como si le diera vergüenza salir a saludar. Ocultándose siempre, por mucho que se esmeraran nuestras cucharas en mostrarla a la luz. Terminamos, los tres, lamiendo el fondo de las compoteras para poder ver bien. Ahí estaba. A mí me hizo recordar a María Antonieta; tenía la misma peluca blanca, un parasol y ese aire de belleza potiche, de mujer nacida para decorar. Desde ese día, el desafío fue siempre el mismo: el primero que se comía todo y veía a aquella mujercita pintada en el fondo, ganaba. Aunque nunca supimos bien qué.
Ahora, después de tanto todo, comienzo a sospechar que este era el premio, esta, la magia. Cerrar ahora los ojos y volver a ver a la dama de las frutas, subiendo desde el fondo del tiempo como un sol equivocado, perfecto. Feliz.