La paella es un plato emblemático español, generalmente banalizado por las hordas turísticas de pálidos nórdicos que recorren el sur de Europa en búsqueda del sol.
En primer lugar, hay que decir que el nombre remite al recipiente en que se cocina: la paella es esa
sartén chata con dos manijas, que suele ser de cobre o de hierro. A su vez, el vocablo “
paella” deriva de “
poèle”, la palabra francesa para referirse a la sartén. Así que, si se decide a comprar este utensilio de cocina, por favor no lo llame “
paellera”.
Aunque la mayoría cree que sólo lleva
mariscos, sus componentes dependen de la región donde se prepare. Los campesinos de Valencia, que no se encuentran a orillas del mar, le añaden lo que tienen a mano: un conejo que corretea por el campo, vegetales que cosechan en sus huertas, el pollo de gallinero, caracoles itinerantes, etc. El único lujo es el
azafrán, imprescindible en cualquier paella.
He estado un par de veces en
Valencia -magnífica ciudad, por cierto-. Allí me enteré de que la paella es un plato dominical que se sirve al mediodía y que, como el asado argentino, son los hombres quienes lo preparan. Al fondo de una calle antigua y estrecha, vi a un hombre mayor, vestido de negro e inclinado sobre su paella festiva, cocinándola al fuego.
El
fuego ideal para cocinar la paella es el de
sarmientos -ramas de la vid- o ramas de naranjo. Si se cocina sobre fuego es para que la cocción sea lenta y el humo vaya envolviendo la preparación. Las llaman logran que se forme en la base una sabrosa costra, denominada “socarrada” y preferida por los apasionados de este plato de tantas variantes.
Pero nadie creó la paella, hay tantas paellas como paelleros. El
arroz fue introducido por los árabes en
España durante el siglo VIII y ya era conocido en su dieta. En tierras españolas lo plantaron dónde existían las mejores condiciones para este grano. Sus lugares de cultivo no han cambiado desde le edad media e incluso se han conservado canales de riego instalados por los árabes desde hace más de 1.200 años.