Los historiadores de la gastronomía nunca se pusieron de acuerdo. Algunos sostienen que su origen es peruano, otros, mexicano, una hipótesis más segura. Inclusive un anónimo conquistador español relató cómo los indios se los quisieron devorar a él y a sus compañeros en una cazuela con tomate y ají. Ni más ni menos que un estofado picante de conquistador. Zafaron. <br /><br />El tomate, por increíble que parezca, es llamado en latín, por los botánicos, <em>Lypopersicum esculentum</em> -dato que no tiene ninguna importancia, sobre todo a la hora de ir a comprarlo a la verdulería de la esquina-. Pertenece curiosamente a la misma familia que las papas y el tabaco, otros productos americanos que transformaron al mundo. <br /><br />Cuando apareció en Europa, primero en Nápoles en ese entonces español y de allí se lo introdujo en Francia, fue considerado, como tantas cosas ignotas y un poco de cuco, una planta medicinal. Algo de eso tiene, sanísimo por la concentración de vitaminas, especialmente A, B y C y poco energético (sólo 23 calorías cada 100 grs.). <br /><br />Fue en Francia donde lo llamaron “manzana del amor”. La manzana, algo conocido, era una medida de asimilar lo desconocido. También por esa razón a la berenjena se la llamo “manzana de los locos”. Lo que no se conoce puede producir locuras varias. <br /><br />Los americanos del norte también lo conocieron a través de los indios, pero desconfiaron más tiempo. Nadie podría imaginar su destino de Ketchup. <br /><br />Todavía me conmueve como inolvidable experiencia sensorial el recuerdo de los tomates recogidos frescos, en el verano, de la mano de mi abuelo en una quinta pampeana. Tenían un aroma emocionante a verdes y a sol, y los devoraba con fruición directamente de la planta, calientes. Un recuerdo de huertas y de infancias que muchos compartirán. Está muy lejos aquel tomate ideal de esos tomates duros, madurados <em>de prepo</em>. Sin perfumes, sin sabor. Sucede en los supermercados de Buenos Aires, en Madrid o en Paris. Cuando encuentro tomates maduros, con aromas y sabor de aquel platónico de la infancia, es una gloria. <br /><br />Eso me sucedió en Mendoza, en la huerta de Finca La Anita, en Agrelo, donde sembraron unos tomates gordos, enormes, carnosos, impresionantes. Esa clase se llama <em>corazón de buey</em>, y con él con hicimos el mejor gazpacho que probé en mi vida -y fue en Agrelo, no en Andalucía-. Esos mismos tomates lo encontré en el marché callejero de la bastilla en Paris. Pero en ese neblinoso Paris no tuvieron el mismos sabor que los del soleado Agrelo… <br /><br />Cuando no encuentro dignos tomates maduros recurro, como todo el mundo, a los cherries chiquitos y de sabor más concentrado, a condición que hayan madurado en la planta y no tengan ese melancólico origen industrial. <br /><br />Buenos para todo: desde acevichados, partidos a lo largo, sólo con cebolla y lima, o con jugo y mucha ralladura de limón y aceite de oliva extravirgen, con tomillo fresco -como probé en Italia- y, por supuesto, como integrantes de la caprese. <br /><br />Esta sencillez, el tomate nuestro de cada día, integra también muchas simples recetes de la cocina pobre: pan con tomate y aceite de oliva es el bocado emblemático de Cataluña, el pan casero sólo untado con el jugo de un tomate partido por la mitad y aceite de oliva extra virgen. Perfecto desde el desayuno hasta la hora de las tapas.