Entre copas

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Desde el sorbo que el sommelier o mozo sirve a quien pidió el vino. A veces es tan mínimo, sólo unas gotas que no se puede apreciar ni color ni aromas, apenas el gusto. El gusto a poco. No dude en reclamar una cantidad más lógica, imposible apreciar un vino por unas gotas.
En una reciente presentación se probaron vinos de varias bodegas en la copa oficial de degustación (bastante antipática, por cierto, prefiero para los tintos las copas grandes), en cantidades ínfimas. Claro era un vino caro, carísimo. Tampoco se sabía lo que se estaba probando, un trago, apenas dos sorbos. Misérrimo.
Entonces se impone volver al mostrador donde servían en busca de más, poco elegante. No es una cuestión de sed de vino: pasan cosas al primer trago y otras al segundo. Ni le digo al tercero. Tampoco estoy refiriéndome a las catas profesionales, aquellas donde no se traga el vino porque hay que probar demasiados. Es otra cosa. Hablo solo del placer del vino (aristotélicamente).
Lo contrario me sucedió hace unos días en un restaurante moderno de Palermo viejo: al pedir una botella, la sommelier (o la moza, nunca se sabe muy bien) llenó demasiado las copas. “Tenemos la orden de servir 170 cm3, “ Mucho, porque lo que está en la copa, se toma. En una mesa de cuatro una botella desaparece como un sueño. Y hay que pedir otra. El exceso, en estos casos responde a las necesidades de la venta.
Pero, si en ese mismo lugar, se pide el vino por copa, le servirán un tercio o menos. No hay más remedio que pedir otra.
Pecar por exceso para contentar a los clientes, también me ha pasado, es una grosería. No se puede llenar hasta el borde, el vino no se abre, queda como apelmazado. Es casi una cuestión cultural: se reclama cantidad y se pierden los matices. Y las casas, ojo, Está muy bien no dejar al invitado con la copa vacía, pero hay que esperar que esté, por lo menos casi vacía. No dejar la botella a mano de los ansiosos. Especialmente si se trata de una de Achaval Ferrer, Finca o Catena Zapata.
Otra situación es la mala práctica que sucede tantas veces en los restaurantes: el mozo que sirve constantemente, le ataca el pánico a la copa vacía. También cumple órdenes, se trata de vender. En el entusiasmo de la seducción, la conversa o el negocio, se bebe. Uno no se da cuenta hasta que llega la cuenta (valga la redundancia). Malo para el bolsillo, el hígado y las neuronas.
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