A solo 30 km de Tánger, la ciudad marroquí elegida por Bowles y por tantos otros bohemios del planeta se encuentra Assilah. Un lugar emocionante y posible que recomiendo conocer. Acabo de visitarla por segunda vez.
Cuando llegué por primera vez hace diez años, nunca había oído hablar de Assilah. Fue la ocasión para pisar otra vez el Norte de África, el Maghreb. Partí a zambullirme en aromas, sabores, olas, palabras. A solo una hora desde el aeropuerto de Madrid. El aire cálido, los recordados aromas del Norte de África, a jazmines y azahares me estremecieron. Hace siglos viví en el Norte de África, exactamente en Alger.
En el camino Tánger- Assilah, calor, palmeras y un cielo azul y protector. Fuimos directamente a Briech, a 15 minutos de la ciudad, una playa extensa, de aguas claras y tibias, larga y ancha como las playas de la costa bonaerense, sin muchedumbres. Algunos turistas españoles y franceses y pocos marroquíes. Es tiempo de Ramadán, hasta el 27 de julio. Cuando desde la madrugada hasta que se oculta el sol les está vedado a los fieles comer y beber.
Recordé que en mi viaje anterior almorzábamos en un pequeño chiringuito de la playa donde su dueño asaba las sardinas sobre brasas, con ensaladas fresquísimas de tomate, pepinos y aceitunas. El chiringuito es otro, Chez Youssef con mucho más charme. Los dueños son pescadores, todas las mañanas cobran al Atlántico sardinas, lenguados mínimos, calamares. A las tres estamos allí, devorando el mar sabroso, la frescura única de sus criaturas con sabor a mar.
Al llegar finalmente después de la playa a Assilah, a unos quince minutos hay que trepar a la Medina, la ciudad árabe fortificada, encerrada por un muro portugués del siglo XVII-ellos también estuvieron allí, antes de los españoles y franceses-.
Subimos por sinuosas calles poco iluminadas. Pasan algunas sombras, fantasmas en djellabah, esa amplia túnica usada por los hombres. Llegamos a una casa de interiores frescos y sombríos, patio central con una fuente mora y terraza, como todas las casas de la Medina.
Muy bien pensada esta arquitectura del desierto para no achicharrarse con la luz, el calor y el sol: las casas parecen muy austera por fuera, solo una pequeña puerta azul en un muro blanco, casi desapercibida.
El desayuno, de todos los días consistió en café muy fuerte (a la turca) con un pan que se asa en los hornos de barro en el pueblo, crocante, fino y dorado, con aceite de oliva de la región, buenísimo. Después sí se puede recorrer la medina, sus casas disimuladas, sin ventanas, ninguna opulencia exterior, todo está reconcentrado en sí mismo, es interno y secreto. Como en el harén. Arcadas, rincones, antiguas puertas de madera tallada. Un lugar limpio, impecable. Hay viejos que barren las calles y artesanos que ofrecen por precios de nada, babuchas de cuero, túnicas, alfombras almohadones, collares, teteras. Hay que regatear junto a un té a la menta. Es parte del encanto.
El mercado está fuera de la muralla, allí se ofrecen los productos del mar y de la tierra: verduras y frutas de sabor intenso. Hay un puesto solo de aceitunas de todos los colores, donde venden también Harissa, salsa picante y los limones confitados.
También saliendo de la Medina está el puerto de pescadores. Allí se consiguen sardinas, atún y otros peces por centavos. También existe una ciudad más occidental con restaurantes españoles, en donde sí se puede servir vino. Probé en el restaurante español Casa García, un vino gris, Domaine de Sahari, a medio camino entre tinto y blanco, bien frio, bien mediterráneo elaborado a partir de la uva Cinsault, que crea acuerdos maravillosos con esta cocina. Genial con un salmonete gigante a las brasas.
Assilah es un lugar donde se refugian muchos bohemios del mundo, especialmente, artistas plásticos saturados de Paris o New York. Hay galería de arte y pintores con parejas multiétnicas que viven en esos exquisitos caserones de la Medina, parecidas a la que viví en estos días memorables.
En la ciudad hay posadas y hoteles baratos y en la playa, cabañas a precios irrisorios. Comer cuesta nada o casi nada. Para salirse del mundo y sus circunstancias. "Partir es dejarse ir, soltar pesadeces, entornar los ojos como cuando se mira al sol…apresar las cosas según vienen…" (Claudio Magris, El Infinito Viajar- Editorial Anagrama). Como Magris cerré los ojos y abrí los recuerdos.