Comer en las playas del mundo
Padecí con mis críos en diversas playas de la costa argentina o uruguaya esos trabajosos picnics que sin embargo siempre era mejor y menos caros que los bocados fast food (panchos, helados) vociferados en la playa.
Por Elisabeth Checa
2 de Enero de 2014
Cosas horribles reclamadas con gritos y llantos por nenitos que invariablemente en algún momento del día se perdían entre las multitudes. El picnic consistía en finger food, aunque no se llamara así: presas de pollo frío al que insistían en poner mayonesa, nada peor para el pegote de arena. Manzanas o bananas, postre austero expeditivo. Nada de coca, mera agua. Para los grandes lo mismo pero con vino blanco en un termo, siempre más conveniente que la cerveza que se compraba en el piringundín de la playa al que había que acceder incendiándose los pies
.
Pero antes y después de estas vacaciones gasoleras, divertidas y penosas al mismo tiempo pude disfrutar en la playas del mundo de manduques más gratificante que pollo de rotisería, amilanesado por la arena.
Cuando Gesell era el lugar bohemio donde íbamos las chicas de filo, hubo un bar de playa que duro bastante tiempo. Un italiano ilustrado de pasado misterioso, en un casilla de madera amarilla, saltaba calamaretti en oliva y ajo, con vino blanco y romero, sin panar. Bocados rojizos, inimitables.O spaghetti con esas almejas sacada en la playa, donde jamás hubo marea roja. Los rojos éramos nosotros. Ay, nosotros los de entonces y no somos los mismos.
En esa época post cena en un depto, el primero, instalado en la playa,bajabamos con el ahora famosísimo León Ferrari y su mujer Alicia con una botella de champaña, Chandon, seguramente, a bañarnos en ese mar fosforescente. A la hora azul juntábamos almejas escurridizas, que luego purgábamos en agua de mar toda la noche, para hacerlas al día siguiente a la marinera, con vino blanco. Muchas veces no se purgaban, no teníamos culpas que purgar, las almejas tampoco. Directamente abiertas, con los pies en al agua y una botella de blanco frío en la ancha playa desierta. Villa Gesell fue invadida, por un gran rulero que avanza por la tres. Nunca más transitar en patas por la tres para ir a bailar cha cha cha en el Chivo Negro. Nada vuelve, nada vuelve todo es otra cosa escribió Huidiobro….
Tampoco volverán (o sí, chi lo sá) otras experiencia mucho mas exóticas de sencillos disfrutes gourmet en playas lejanas. Argelia: en Ain Tahia, a la entrada de la mínima playa, una pequeña bahía con rocas, justo a la entrada había un puesto, parrillita tipo choripán, que ofrecía brochettes-kebab de cordero- mínimas y delicadas que se pedían por docena. Para acompañarlas llevábamos una botella de rosé de Mascara.
Bastante tiempo después, una experiencia iniciática en una playa de pescadores al sur de Lima donde ahora cunden los pueblos y lugares fashion. La cocina peruana no era moda, existía nomás. Allí probé el mejor ceviche de mi vida hecho por unos pescadores que se habían aprovisionado de limones, ají y cebolla. Preparaban a la corvina recién pescada, inmediatamente o antes, con el pescado aun boqueando. Previsores habíamos llevados todo lo necesario para construir un Pisco Sour.
Otro momentos memorables: en la costa uruguaya, entre La Pedrera y La Paloma, el bar de Lucho en un espigón que entraba en el mar. Lucho era un alucinado pintor entre naif y surrealista. Servia cazón panado y frito y elaboraba delirios como mermeladas de mejillones. Desapareció.
O en Cancún, ciudad de plástico junto a un mar increíble, los mozos se acercaban a las reposeras del cinco estrellas con margaritas y guacamole. Muy lejos tambien del pollo enarenado. Hace sólo dos años, en una playa en Marruecos, Assilah, cerca de Tánger, a la hora del hambre había que acercarse a un quincho maltrecho, donde Mahmoud asaba sardinas recien pescadas. Por ser un país musulmán no se servia alcohol pero nos permitía abrir nuestras botellas de cerveza o un mediocre vino marroquí. Despues té con menta, perfumado e intenso.
No son recuerdos melancólicos, sino existenciales. Sigo cultivando, quien no, bocados y tragos en la playa. El pollo con arena, nunca más. Seguiré explorando en los mares y las arenas del mundo: yo canto, yo río y bailo, hasta que una mano me corte las alas (William Blake)
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Pero antes y después de estas vacaciones gasoleras, divertidas y penosas al mismo tiempo pude disfrutar en la playas del mundo de manduques más gratificante que pollo de rotisería, amilanesado por la arena.
Cuando Gesell era el lugar bohemio donde íbamos las chicas de filo, hubo un bar de playa que duro bastante tiempo. Un italiano ilustrado de pasado misterioso, en un casilla de madera amarilla, saltaba calamaretti en oliva y ajo, con vino blanco y romero, sin panar. Bocados rojizos, inimitables.O spaghetti con esas almejas sacada en la playa, donde jamás hubo marea roja. Los rojos éramos nosotros. Ay, nosotros los de entonces y no somos los mismos.
En esa época post cena en un depto, el primero, instalado en la playa,bajabamos con el ahora famosísimo León Ferrari y su mujer Alicia con una botella de champaña, Chandon, seguramente, a bañarnos en ese mar fosforescente. A la hora azul juntábamos almejas escurridizas, que luego purgábamos en agua de mar toda la noche, para hacerlas al día siguiente a la marinera, con vino blanco. Muchas veces no se purgaban, no teníamos culpas que purgar, las almejas tampoco. Directamente abiertas, con los pies en al agua y una botella de blanco frío en la ancha playa desierta. Villa Gesell fue invadida, por un gran rulero que avanza por la tres. Nunca más transitar en patas por la tres para ir a bailar cha cha cha en el Chivo Negro. Nada vuelve, nada vuelve todo es otra cosa escribió Huidiobro….
Tampoco volverán (o sí, chi lo sá) otras experiencia mucho mas exóticas de sencillos disfrutes gourmet en playas lejanas. Argelia: en Ain Tahia, a la entrada de la mínima playa, una pequeña bahía con rocas, justo a la entrada había un puesto, parrillita tipo choripán, que ofrecía brochettes-kebab de cordero- mínimas y delicadas que se pedían por docena. Para acompañarlas llevábamos una botella de rosé de Mascara.
Bastante tiempo después, una experiencia iniciática en una playa de pescadores al sur de Lima donde ahora cunden los pueblos y lugares fashion. La cocina peruana no era moda, existía nomás. Allí probé el mejor ceviche de mi vida hecho por unos pescadores que se habían aprovisionado de limones, ají y cebolla. Preparaban a la corvina recién pescada, inmediatamente o antes, con el pescado aun boqueando. Previsores habíamos llevados todo lo necesario para construir un Pisco Sour.
Otro momentos memorables: en la costa uruguaya, entre La Pedrera y La Paloma, el bar de Lucho en un espigón que entraba en el mar. Lucho era un alucinado pintor entre naif y surrealista. Servia cazón panado y frito y elaboraba delirios como mermeladas de mejillones. Desapareció.
O en Cancún, ciudad de plástico junto a un mar increíble, los mozos se acercaban a las reposeras del cinco estrellas con margaritas y guacamole. Muy lejos tambien del pollo enarenado. Hace sólo dos años, en una playa en Marruecos, Assilah, cerca de Tánger, a la hora del hambre había que acercarse a un quincho maltrecho, donde Mahmoud asaba sardinas recien pescadas. Por ser un país musulmán no se servia alcohol pero nos permitía abrir nuestras botellas de cerveza o un mediocre vino marroquí. Despues té con menta, perfumado e intenso.
No son recuerdos melancólicos, sino existenciales. Sigo cultivando, quien no, bocados y tragos en la playa. El pollo con arena, nunca más. Seguiré explorando en los mares y las arenas del mundo: yo canto, yo río y bailo, hasta que una mano me corte las alas (William Blake)