Fragmentos, parte 1.

Cada vez que voy al barrio chino de Buenos Aires me siento como en un gran shopping en el cual conozco la mitad de los productos y adivino la utilidad de los demás, escritos en símbolos que se parecen más a las tapas de cuadernos o mi letra cuando intento escribir algo sentado en el colectivo.

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Cada vez que voy al barrio chino de Buenos Aires me siento como en un gran shopping en el cual conozco la mitad de los productos y adivino la utilidad de los demás, escritos en símbolos que se parecen más a las tapas de cuadernos o mi letra cuando intento escribir algo sentado en el colectivo.


No logro descubrir qué es eso que tanto nos gusta de los orientales. Todo cocinero occidental se fascina por lo que está del otro lado de esa línea imaginaria que divide a viejo y nuevo mundo, del otro, el rico mundo.



Puedo pasar todo un día caminando por esas dos calles del barrio de Belgrano mientras veo y dejo que mis sexto sentido culinario me guíe a ese producto que me va a servir para preparar algo.



Quizás tenga que ver mi pasado estudiando gastronomía cuando tenía que memorizarme algunas recetas y me enojaba con esa manera estructurada de pensar que un plato tiene que hacerse de una u otra forma. Me quedó cierta aprehensión a seguir al pie de la letra una receta en cuanto a los ingredientes que reclama.



Sin dudas hay que respetar ciertos detalles sumamente importantes para cocinar, como la técnica o el orden, ¿pero los ingredientes? ¿por qué tenemos que cocinar tal cual lo dice alguien? ¿por qué un locro tiene que llevar sí o sí pata de cerdo?



Por eso caminar por las góndolas de Asia Oriental, Casa China o Ichiban me liberan. O mejor dicho, liberan mi mente. Porque voy pensando qué me gustaría cocinar, y agarro lo que veo lindo de la góndola, meto en la canastita que me corta la circulación del brazo, todo eso que me parece que le quedaría bien al plato.



Cerrar la receta y abrir la mente.



Recuerdo una vez que fui con mi amigo Diego Bagnato a comprar pescado para hacer sushi. Le pedí a los chicos de la pescadería del fondo de Casa China que me preparen medio salmón rosado mientras seguía mirando los otros pescados sobre el hielo. En medio de la charla sobre ojos brillosos, escamas firmes, branquias rojizas y otros símbolos de frescura aparece un chino (del que nunca supe si trabajaba en el supermercado o no) que nos pregunta si estábamos buscando pescado para sushi. Mi gesto afirmativo lo llevó a agarrar un pez limón, un cuchillo, le hizo un corte y nos dio con los dedos un trocito para que lo probemos. Lo saboreamos ahí, fresquito, de la mano de un desconocido, que nos conocía mucho más que esos amigos que te regalan un disco de Oasis para el amigo invisible de año nuevo en el trabajo.



Terminamos comprando el pescado blanco para hacer sushi. No sé si habrá sido por la situación, porque queríamos hacer sushi con otra cosa además de salmón rosado, o porque nos sentíamos grandes expertos en el tema tan solo habiendo probado pescado crudo en el fondo de un supermercado.



Tampoco nos interesaba saber.



Quizás ese sea uno de los verdaderos procesos de nuestra maduración. Aprender a aceptar un momento de felicidad sin importar el porqué. Quizás el porqué de la felicidad es la felicidad en sí misma.

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