Todo crudo

Fue el chef Charlie Trotter quien introdujo esta tendencia, la Raw Food, primero en Chicago y luego en el mundo.

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Fue el chef Charlie Trotter quien introdujo esta tendencia, la Raw Food, primero en Chicago y luego en el mundo.


Sus platos, a base de vegetales, hierbas y brotes tuvieron un éxito fulminante, especialmente entre los narcisos fundamentalistas de la cocina sanísima para estar lindos, flacos y longevos.

Sucede que no era aburrida. Fue genial. Los productos no pasaban por el fuego pero sí utilizaba sobre sus vegetales y frutas orgánicas, maceraciones, aderezos, hierbas, semillas, frutos secos y algunos otros recursos, sin tocar los fuegos. Hace una década estos platos alcanzaron la fama y la imitación. Lo crudo y lo cocido, esa es la cuestión. Si hasta hay un libro fundamental de antropología de Levi- Strauss sobre el tema.

La cocina raw la practicamos cotidianamente cuando elegimos ensaladas crudas con una pizca de algo más. Como el hinojo cortado en laminas finísimas, macerado un par de horas con jugo de naranja, tomillo y oliva, sal marina y pimienta, un plato posible, fácil y ligero que me susurró Narda Lepes. Una pequeña huerta en el balcón me ayuda a practicar los mandatos de Trotter.

Lo crudo no implica solo platos de origen vegetal. Sashimi, tiraditos, ceviches y tartare entraron al mundo gourmet para instalarse para siempre. Algún plato vintage, como el carpaccio, sigue vigente. Andoni Luis Aduriz, mi cocinero preferido en el mundo, en su restaurante Mugaritz, en el país vasco propone un carpaccio misterioso, nadie en la mesa de ese almuerzo memorable descubrió el producto base: era sandía.

Espai Kru, es un restaurante que acabo de conocer en Barcelona, pegado al de Albert Adrià. Se especializa sobre todo en los maravillosos pescados y mariscos del Mediterráneo, allí nomas. En un largo menú degustación, probamos ostras-seguramente de Galicia- gordas y suculentas, vivitas y coleando, apenas bañadas con una salsa de ají amarillo, ese conmovedor aroma que me remite a Perú y su gloriosa cocina; su compañera, la segunda ostra, oscurecida por una salsa japonesa. Erizos, ceviches con el pescado entero, con su piel apenas chamuscada, entre otras delicias, todas recalcitrantemente crudas. Salimos fosforescentes.

Para aplacar tanto iodo, proponen un tartare clásico de carne, y un tartare de tomate. El maître me comentó que este último era el plato más difícil de hacer, por la maceración, según él. Debe ocultar un secreto. El simple tartare de tomates fue uno de los platos estrellas de la noche. Todo, acompañado por un vino catalán a base de garnacha blanca.

Cuando empecé en la profesión, el siglo pasado, en los restaurantes solo se servían como crudezas, además de las ensaladas de toda la vida, las “crudités”: bastoncitos de apio y, zanahoria, para aderezar con un dip de queso crema con yuyitos. Un aburrimiento. Una “crudité”, básica, simple, que sí me encanta y probé, por primera vez, en Francia en las casas: rabanitos con manteca y sal marina. Y pan, por supuesto. Con un rosé de Provence que tan bien le va a casi todo lo crudo.

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